Spring

Spring
Primavera en Mannheim, Alemania. Paisaje fotografiado y editado por mí.

domingo, 14 de junio de 2015

Premier Deuil

"Que la Muerte en la altura, como un sol nunca visto,
haga abrirse las flores que contiene el cerebro."
- La Muerte de los Artistas. Las Flores del Mal, Charles Baudelaire.

La Profezia, Roberto Ferri.

"Poseeremos lechos colmados de aromas
y, como sepulcros, divanes hondísimos
e insólitas flores sobre las consolas
que estallaron, nuestras, en cielos más cálidos.

Avivando al límite postreros ardores
serán dos antorchas ambos corazones
que, indistintas luces, se reflejarán
en nuestras dos almas, un día gemelas.

Y, en fin, una tarde rosa y azul místico,
intercambiaremos un solo relámpago
igual a un sollozo grávido de adioses.

Y más tarde, un Ángel, entreabriendo puertas
vendrá a reanimar, fiel y jubiloso,
los turbios espejos y las muertas llamas."

La Muerte de los Amantes.
Las Flores del Mal,
Charles Baudeliere

Hace unas semanas que vengo estructurando lo que sería la entrada que iba a celebrar el cumpleaños de mi blog. Porque sí, aún para mi sorpresa, el 14 de Junio este proyecto que inicié con mucha ilusión y con muchas ganas está cumpliendo un año. No ha sido siempre fácil sacar el tiempo, y muchas veces (la mayoría) las ideas. Pero aquí estoy, celebrando 14 publicaciones y esperando que a este año se le sume otro y otro y que mi poesía algún día logre siquiera llegarle a los talones a la de los grandes maestros.

Para esta entrada quería hacer algo especial o hablar de algo por lo que sintiera una gran pasión, de manera que preparé un temilla místico sobre el Sello de la Verdad de Dios. Estaba ya decidida con este tema cuando un día en la universidad se me acerca alguien y me dice: “¿te puedo pedir un favor?”, yo le dije “claro”, y para entonces ya me esperaba algo de alguna forma relacionado con la academia. “¿Puedes hacer una entrada sobre tu percepción de la muerte?”. Si me tomó dos segundos para convencerme que era un gran tema fue mucho. Pero la decisión de aplazar la otra entrada y publicar esta la tomé un poco después, cuando empecé a estructurarla y me di cuenta que este era el tema que estaba buscando para cerrar el ciclo de un año e iniciar el nuevo.

Así que ya lo saben. Esta vez voy a permitirme compartirles mi perspectiva y la de otros artistas que lo han expresado por medio de palabras, imágenes o música, sobre aquel tema capital conocido como la Muerte. Para algunos es una parte tan fundamental de la existencia como la misma vida, para otros es un tabú que debe evitarse con el fin de evadir la desgracia, pero para todos, sea cual sea nuestra concepción, es un tema que se ha ganado por lo menos un par de reflexiones en algún momento de nuestra vida. Pues bien, para quien se esté preguntando porqué alguien celebraría el cumpleaños de algo hablando sobre la muerte le puedo preguntar de regreso “¿por qué no?”. La Muerte, para empezar, nunca ha tenido un significado negativo para mí. No es algo a lo que se le deba temer, no es algo que nos deba tener pensando en el qué será, ni mucho menos es un final. Si observamos a la naturaleza, desde sus formas más simples a las intrincadas estructuras del universo, podremos notar sin mayor esfuerzo que todo cambia y evoluciona. Las cosas tienen sus ciclos, nada permanece estacionario. El cambio es necesario para que la naturaleza se recree en sí misma y alcance nuevos estados.

Todo, los animales, las plantas, las estrellas, mueren. ¿Por qué escoger ver en esto un mensaje fatalista del fin que nos espera a todos y no escoger en cambio ver la trascendencia y la naturalidad que se esconde detrás de un proceso que, como mínimo, se encarga de producir nueva vida? ¿por qué le huimos al cambio cuando el cambio mismo lleva a la adaptación y al perfeccionamiento de las especies? ¿por qué decidimos ser enterrados en cajas de madera, maquillados, empolvados y vestidos, con pertenencias materiales, cuando en realidad deberíamos volver al seno de la tierra desnudos y limpios tal como fue cuando vinimos al mundo? Ser enterrados en la tierra y ser fuente de nueva vida es algo más natural. Si el cuerpo material es algo perecedero, entonces ¿por qué no entregarlo finalmente al servicio de la vida y no al de la simple tradición?

Claro que aún queda ese tema que se interna en el terreno de lo desconocido y al cual nadie tiene una respuesta. Y tiene que ver con la conciencia y con el miedo mismo que origina la muerte: ¿dejamos de existir cuando morimos?

Sobre decir que a partir de aquí es pura especulación y mera opinión mía y que respeto muchísimo la diversidad de puntos de vista, pero para alguien que vive admirada de la perfección del universo, es simplemente imposible no creer en la trascendencia de la conciencia, por llamarlo de alguna manera. Hace mucho tiempo que empecé a pensar que en materia de imaginación los humanos nos quedamos cortos. Nos quedamos cortos cuando concebimos creencias, religiones y tradiciones meramente antropocentristas. Nos creímos concebidos a imagen de un dios y empezamos a mirar por encima del hombro a las otras especies. Nos olvidamos que no somos más que un punto diminuto en medio de un universo vastísimo que existe alrededor y dentro de nosotros. Todos, por más insignificantes que seamos en comparación al gran lienzo universal somos una parte de él, somos una parte de un todo caótico que en medio de su caos es perfecto.

La energía no se destruye, se transforma, y dicha transformación es posible gracias al cambio, a aquella fuerza que desencadena un suceso en otro. La conciencia individual es algo que todos reconocemos, porque es algo que experimentamos diariamente, pero, si algo como la conciencia individual existe ¿Por qué no existiría una conciencia global, digamos una conciencia como especie? Claro que a la raza humana le falta en este aspecto “mucho pelo para moño”, como diría mi señora madre. Protegemos, luchamos, soportamos y sufrimos, pero sólo por ese cerradísimo grupo de personas extremadamente cercanas a nosotros. No nos preocupamos realmente por aquellos a quienes no conocemos. Es más, ni siquiera nos preocupamos por nuestra descendencia y la clase de planeta que le vamos a entregar a nuestras generaciones futuras. Siendo parte de una misma raza nos tratamos como enemigos, distanciados unos de otros por las más pequeñas diferencias, llámense color de piel, sexo, orientación sexual, religión o cultura.

No obstante, y a pesar de esto, sigo creyendo que existe una conciencia, muy débil aún, que conecta a cada persona sobre la tierra. Otra conciencia más grande que involucra a todos los seres vivos en este planeta. Y finalmente, una conciencia universal que unifica a todas las cosas y a toda la energía del universo. Cuando pienso en eso me siento capaz de mejorar cada vez un poco más y de sentirme en cierto modo orgullosa por ser una parte del todo que me sorprende siempre con cada cosa nueva que aprendo. Para ser parte de ese todo de una manera más integral y menos destructiva, necesitamos alcanzar nuevos niveles de conciencia por medio del perfeccionamiento como personas que podamos tener en vida y de ese salto desconocido que es la muerte y que nos llevará, quizá, a nuevos niveles evolutivos.

Hasta allí con mis creencias. Llegados a este punto es muy posible que mis lectores crean que estoy medio loca y que nada de lo que digo tiene lógica o fundamento, lo que en parte es verdad. El otro lado será un misterio que sólo nos será revelado el día mismo de nuestra muerte. Hasta entonces, deberíamos vivir la vida en paz y con intensidad y no olvidarnos jamás que somos uno con la naturaleza y que a ella le debemos respeto y protección.

Por cierto, para quien le haya causado curiosidad el título de la entrada, se trata del nombre de la pintura de William-Adolphe Bouguereau, traducida al español como “el Despertar de la Tristeza” y al inglés como “the First Mourning” (el primer luto). La obra presenta el momento en que Adam y Eva encuentran el cuerpo inerte de Abel, tras ser asesinado por su hermano Cain. Este suceso es la primera muerte humana a la que se hace mención en la biblia.

Y como acostumbro a hacer, les comparto mi escrito titulado Proserpina, que rompió record de longitud en comparación a lo que normalmente publico.

 Premier Deuil, William-Adolphe Bouguereau, 1888.

Proserpina

Aquel  era un reino frío, oscuro y solitario.

En sus grandes salones, con paredes negras y lustrosas,
como levantadas de aquel mismísimo suelo,
no retumbaba nada que no fuera un silencio
más espeso que la sangre de los hombres.
Ecos ocasionales, traídos por brisas, cuyos
orígenes me eran completamente desconocidos,
eran toda la pompa que decoraba aquella
fortaleza  taciturna, nacida como de las entrañas
de la piedra.

Cada vez que mis ojos  aleteaban febril, desesperadamente,
sobre cada espacio y superficie en un intento
irreflexivo por encontrar la grieta que me llevaría
a la superficie, cada vez que mis ojos, como dos
girasoles en busca del mañana, se topaban con
negro sobre negro y sombra sobre sombra,
podía sentir las garras del miedo aferrarse
con mayor propiedad al blanco grácil de mi
cuello.

Y allí, en medio de aquel terror eclipsado y solitario,
estaba él. Alto como una columna helénica,
sereno como posos vírgenes de agua oscura,
absoluto, seguro y silencioso como la muerte.
¡Oh, mi señor! En ti nunca encontré la suntuosidad,
la opulencia, ni la vanidad que se enredaban
como frutos propios en torno al cuerpo de los
otros dioses. No alegabas nada, porque tus
reclamos eran los únicos que no podían ser negados.
No conjurabas guerras en nombre de nada ni
de nadie, pues tus conquistas eran innegables,
tu mandato absoluto y tu reino inexpugnable.

Y sus ojos ¡ah, sus ojos! Eran un abismo
para despeñarse. Un lago gélido y sin fondo
en el que no podía reflejarme, pero que me llamaba,
casi humildemente, para que me sumergiera en aquellas
negras e inexploradas aguas y lavara de mi cuerpo
el olor, la textura y el sabor que la superficie había
acuñado en cada pliegue de mi alma.

Rara vez me dirigía la palabra, nunca apaciguaba
mis temores. ¿Era yo acaso nada más que otra alma
perdida y quejumbrosa implorando volver a la vida?
¿no podía aferrarme pues a ninguno de sus favores?
Sentía, con ferviente desesperación, que al pasar
mis horas al lado de aquella estatua  sólo terminaría
convirtiéndome en una. Que con cada día se me arrebataba
incluso el derecho de gozar del miedo. Y entonces, casi dichosa,
le daba la bienvenida a las lágrimas, como prueba de que
aún podía sentir y de que mi interior era salado y tibio.

Más de repente, cuando yo estaba sumergida en un
estupor sin fin ni comienzo, dos palabras suyas eran
capaces de devolverme a la realidad. Nunca hablaba
de trivialidades, eso se lo delegaba al silencio, de manera
que cuando decidía tejer, como una complejísima
filigrana, un pensamiento nacido de su reposada cabeza
y otorgarle un camino de salida de la cueva de su boca,
yo no tenía más opciones que dedicar toda mi atención
a cada uno de sus sonidos. Me sorprendía inclinándome
hacia adelante, como queriéndome beber cada una
de sus sílabas y cada matiz de sus palabras, como
deseando escapar del silencio que acechaba tras
cada una de sus pausas.

Cada fibra de mi cuerpo deseaba, con el ardor con
el que un joven amante desea el cuerpo de su prometida,
alejarme de él y de sus lóbregos confines. Yo era la vida
misma y la vida de la superficie me llamaba. Cada segundo
 que pasaba en aquel reino era un tajo despiadado en el
cuello de la madre tierra y era un instante en el cual yo cedía
un poco más del calor de mi ser al frío tosco del inframundo.
Pensaba en mi madre, en cómo sufriría mi pérdida, en la
manera en que estaría sentada sobre su confusión y en que,
tal vez, nadie nunca, excepto la muerte, vendría a reclamarme.

Empezaba a declinar como una estrella que se enfría,
cuando un rayo de sol logró abrirse camino hasta mí
a través de todo aquel terciopelo negro.  ¡Alguien venía
a rescatarme! ¡alguien venía a arrebatarme de las garras
frías de la muerte y a devolverme al candor de la vida!
¡oh, divino instante en el que mis ojos volvieron a encenderse
con la profundidad del cielo estival, en el que a mis mejillas
retornó el virginal rubor de las recatadas doncellas que
chapotean secretamente en las fuentes de un arroyo,
en el que mis labios nuevamente se hincharon bajo las
mieles del amor juvenil y cándido, en el que mi cabello
hurtó del sol sus rayos y se decoró con las luminarias
de los ritos y festivales más desbocados de los hombres!
La vida me tendía sus manos de diosa y me acariciaba
las mejillas, susurrándome al oído una sinfonía
de flautas, de campos cosechados y frutos maduros a
reventar. Yo estaba tan embriagada de placer, tan gustosa
de  felicidad y tan sumergida en la euforia que no pude
encontrar menos que milagroso el hecho de que en
aquel yermo solitario existiera  algo tan voluptuoso
como la granada y decidí regalarle mi último y único
favor a aquel dios terrible, aceptando seis semillas
en mi lengua.

¡Oh, juventud ingenua que tan desbocadamente te
apresuras en tu carrera hacia la tumba! ¡tenías la
libertad al alcance y escogiste las cadenas! Mi pecho
se agitaba en remolinos violentos, en mis oídos,
tan largamente acostumbrados a los susurros,
estallaba el llanto de mi madre y tronaban las voces
presurosas de los otros dioses, mi rostro ardía,
sin que yo supiera si eran las lágrimas, la alegría o
la desesperación lo que lo calentaba. ¿Debía regresar?
¿había probado sólo unos segundos de vida  para
tener que volver por la muerte reclamada? Ahora
entendía mejor el peso que se asentaba sobre el
corazón de los mortales, la seguridad de escapar
hacia el fin del mundo y aun así tener siempre al celador funesto
pisando los talones. ¡Oh, desgraciada trampa, oh, ingenua
de mí! ¡siempre lo supiste! La muerte no devuelve
lo que ya ha conquistado ¡y nada, ni nadie, ni hombre,
ni dios, ni poder alguno sobre esta tierra o las otras,
puede imponerse sobre la voluntad del inframundo!

Mi madre estaba furiosa. Su lengua era un látigo
dispuesto a condenar a todos los hombres a morir de
hambruna, una guadaña que arrancaba del seno mismo
de la tierra las semillas y raíces y a su paso dejaba todo
frío y estéril.  ¿Si no estaba yo, la flor más rara y exquisita,
para decorar los campos y praderas, para qué adornar
la tierra y para qué ofrendar a los hombres con sus frutos?
El gran dios del Olimpo no podía permitir la índole de esta
calamidad, de modo que la discusión siguió elevándose hasta
alcanzar el fragor de una guerra que sacudía los cimientos
mismos de los pilares del universo. Yo ya estaba fuera del
alcance de las manos doradas de la salvación y el sufrimiento
estaba por siempre escrito en la belleza de mi rostro.

Ellos, los faustos y solemnes dioses llegaron a un acuerdo.
Que yo moraría seis meses en la superficie y sería el
alma misma de la fertilidad en la tierra. Los hombres
esperarían mi regreso deseosos, apiñados en torno a
una hoguera, y cantarían bajo cielos crepusculares derramando
el vino y saboreando los frutos cuando desde las profundidades
yo emergiera. Los otros seis meses debían ser invertidos
al lado de aquel que ahora se había convertido en mi
esposo, y con ellos llegaría el aterido invierno, arrastrando
sus pasos decadentes bajo cuyo peso todas las cosechas
expirarían como incensarios al aire el último aliento de
sus dulzuras.

En contra de mis creencias, mis primeros seis meses en
la superficie, bajo las caricias pródigas de mi madre,
lograron devolverme un generoso puñado de mi felicidad
perdida. Volvía a ser capaz de danzar por las praderas y de
reír con mis pies descalzos y mis cabellos enredados a la
merced del viento. Las flores inclinaban sus largos tallos,
como cuellos, y escuchaban gozosas las tonalidades de
mi canto.

Después el inframundo me recibió con una bocanada gélida
que me arrebató el aliento en vapores silenciosos exhalados
por mi boca y me besó las mejillas con sus labios ateridos.
Aun así pude entonces  mantener la compostura
para permanecer al lado de mi señor en aquellas largas
horas contemplativas, alimentada por la idea de que cada
segundo que pasaba, era un segundo que me acercaba más al
momento de mi salida, cuando me reuniría con mi madre
y con las alborozadas y joviales celebraciones en el exterior.

El caudal del tiempo empezó a fluir como un río y mis
idas y venidas se ataron en una rueda del destino que
giraba y no podía detenerse. Una llevaba a la otra. Los
hombres, la naturalezas y los dioses mismos entraron
a formar parte de ese ciclo de abundancia y escasez
que se repetía indefinidamente. Los años pasaron, uno
tras de otro, y algo en mi interior empezó a modificarse,
primero inadvertido, luego más patente, hasta que finalmente
fui consciente del cambio que se efectuaba con cada temporada,
profundo dentro de mi alma. Empecé a desear que mi
tiempo en el inframundo no transcurriera con tanta rapidez.
En medio de las algarabías y los jolgorios, de las risas
estruendosamente desenfadadas y de las conversaciones
alegres y superficiales, yo deseaba los silencios de aquel rey,
 su serenidad, aquella superficie de agua profunda e imperturbable ,
aquellas conversaciones esporádicas cargadas de un misterio
que quedaba suspendido en el aire hasta mi próxima llegada.

Después de seis meses desenfrenados, de aromas extravagantes
y rayos profusos tostando mi piel, mi estadía en el inframundo
se presentaba como la oportunidad de descargar mis sentidos y de
apaciguar mi alma con el quedo susurro de sus ríos interiores.
Aprendí a apreciar la sinfonía del silencio, más hermosa y sutil
que cualquier otra música que los viajeros y flautistas me hubiesen
presentado. Crecía constantemente, se enroscaba sobre sí,
 se reconfiguraba una y otra vez y se expandía por entre las estrellas.
Cada instrumento se encontraba en armonía dentro del silencio
y así, también lo estaba mi alma.

La muerte me reveló una belleza innata en la vida que nunca
antes había experimentado. Una melancolía y una promesa del
mañana en la fragilidad y sencillez de los gestos más humanos,
en la valentía de enfrentarse a la vida cuando la única recompensa
posible al final del camino era la muerte. La belleza nunca fue
más exaltada por mis ojos. Ya no era la chiquilla que saltaba
loca de alegrías pasajeras bajo cielos despejados y que corría
a refugiarse en los brazos de su madre cuando el cielo se tornaba
negro y amenazador. Era la mujer que saboreaba pausadamente
tanto la calma como la tormenta, el trino de las aves y el estruendo
del trueno y el relámpago, la risa desbocada y el llanto de los hombres.

Dejé de pensar en la vida como algo ajeno a la muerte,
dejé de pensar en la muerte como el castigo absoluto
que creía que era. Sólo entonces su reino, mi reino, se reveló
como un paraje cuya belleza no necesitaba engalanarse para
mostrarse atrayente, al igual que mi rey. Su boca y su cuerpo
dejaron de sentirse gélidos bajo el roce de mis labios y mis
dedos, su voz se convirtió en el único bálsamo necesario
y digno de mezclarse con las elegías de los muertos. Y yo fui
el puente que llevaba muerte a la vida y vida a la muerte,
el acontecimiento más natural ocurrido en una era dominada
por las leyendas. El fruto de los vivos y la reina de los muertos.
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Estefanía Figueroa Buitrago 

La historia de Perséfone es una de mis favoritas y, como ha sido contada de muchas formas diferentes, yo también me tomé la licencia de escribir mi propia versión. Además, en el fondo me gustan los finales felices, y como Hades es mi dios favorito de toda la mitología griega y creo que poco comprendido por los señores de Hollywood, que hacen un derroche de imaginación al representarlo siempre de villano, pues decidí que le daría otro enfoque y terminaría la historia con un hilito de esperanza.

Finalmente quiero cerrar con Lacrimosa, uno de los catorce movimientos de la obra maestra Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart.



Gracias para todos los que en este año han sido asiduos a mi blog y que, aunque no me escriban, siempre están pendientes de las actualizaciones. A ver si se animan a comentar, me encantan sus opiniones. También mis felicitaciones para todos los que hayan llegado a este punto. Reconozco que esta entrada estuvo ligeramente más larga que las otras, pero sólo porque es una ocasión especial.

Un fuerte abrazo y feliz inicio de semana.